-¿Ya has cerrado la puerta? -dice al rato de salir de casa.
La primera vez sonó bien, un recordatorio atento, no sabía que se había juntado con un avisador. Pero pero pasados tres años, sabe que es otro más en su retahíla de avisos reiterados: ¿ya has pedido el aumento de sueldo?, mira que...; ¿ya has ido al ginecólogo?, mira que...; ¿ya has regado las plantas del balcón?, mira que...; ¿ya has vuelto a fumar?, mira que... Sabe que el de la puerta cerrada lo suelta en cuanto se alejan unos cien metros de casa.
-¿Ya has cerrado la puerta? Mira que...
-Sí.
-¿Pero con llave?
-...
-¿Ya has cerrado la puerta con llave?
-Sí, con llave. No la voy a cerrar con un calabacín -dice harta. ¿En qué momento pactaron que ella también se ocuparía de cerrar la puerta de casa?
El avisador no se conforma con avisar. Siempre hay una amenaza detrás de su aviso, un miedo latente:
-Mira que están robando en muchos pisos.
-Para lo que se pueden llevar del nuestro...
Pero el avisador es como esa gota pertinaz que levanta estalagmitas, o que tortura. La duda crece en la conciencia y tarde o temprano vence:
-Espérame aquí, que me he olvidado -busca algo que decir, el cielo está muy oscuro- el paraguas.
-¿Paraguas? Para qué, ¿no vamos en coche? -los razonamientos del avisador son simples cuando no se trata del campo estricto de sus avisos.
Ella está a punto de explotar:
-Mira que -dice con retintín- desde el aparcamiento a la clínica a lo mejor llueve. No quiero mojarme -le mira a los ojos-: Ni una gota.
Abre la puerta de casa cerrada con llave. Dos vueltas. Algo crece en su interior. Se enfurece consigo misma por haberse dejado llevar. Qué le importa a ella mojarse o no. Coge el paraguas viejo.
El avisador la espera. Ella vuelve airosa, armada con el paraguas como si fuera un lancero.
-¿Ya has cerrado...?
-No, la he dejado abierta.
Puede parecer que él no replica porque sabe que ella está nerviosa por la enfermedad. Pero actúa como un avisador de serie, acostumbrado a las ironías, a las malas contestaciones. Las soporta como males menores en su misión.
Suben al coche. Ella se sienta en la plaza del conductor. Ha insistido en que quería conducir. Hoy le dan los resultados de la analítica, pero de algún modo ya sabe qué le va a decir el médico.
-El cinturón...
Ella se ancla el cinturón, enciende el motor y el indicador del combustible del salpicadero marca la raya más baja de las seis. Aprieta los dientes. Está dispuesta a prescindir hoy de todos los avisos. Sale sin poner el intermitente. El avisador no se percata, él está poniendo música; además, tiene un patrón de avisos, y la raya del combustible o un intermitente no entran en el campo de las responsabilidades avisadoras que él se ha atribuido.
Canta Freddie Mercury.
La conductora sabe que va a ser una tarde memorable. Ha dejado la puerta abierta de casa, toma el camino más largo y espera que se queden tirados en la carretera. "¿Cómo no me has avisado de que íbamos con la reserva de gasolina?, mira que...", le reprochará ella. Ya se imagina a su avisador caminando por el arcén con la garrafa de gasolina en dirección equivocada. Y la lluvia. Y el goteo bajo el paraguas con dos agujeros de colilla.
Mama, just killed a man...
Ella confía en no llegar hoy a la clínica.