El cazador de madrugones, perro, escopeta en mano, morral al costado y mucha vida detrás de la perdiz (y algún tiro al pato, a la torcaz, a la codorniz, a la tortolilla, al conejo, a la liebre) comprendió que le faltaba el resuello. Madrugar no era problema, nunca tuvo el sueño pesado, pero el frío le hacía temblar en los amaneceres, la humedad del otoño se le metía hasta los huesos. Aquel día tampoco acertó un tiro, y Sol, el perro, corrió torpemente de un lado a otro, más desorientado, si cabe, por los errores del cazador.
El cazador llegó al mojón de piedras donde acostumbraba a fumar un cigarro. Allí olía a tomillo y espliego, allí al lado los estorninos tenían una fiesta escandalosa en una higuera… Para el cazador, aquel lugar estaba hecho de memoria; cuando miraba el paisaje, veía muchos paisajes acumulados de otro tiempo; veía viñedos que fueron arrancados y esparragueras convertidas en campos de cebada; veía aún los tocones carbonizados de chopos quemados al borde de la acequia; recordaba incluso un zorro negro y saltarín al que no le metió un tiro. (Aquella alimaña tenía algo divertido, algo de felicidad extraña, y no apretó el gatillo). El presente le alcanzó con el Ducados y una misión. Fumó despacio. Sol se avino a la costumbre y se tumbó a su lado. La boca abierta, la lengua colgando como una loncha de jamón cocido.
Cuando terminó el cigarrillo, el cazador se levantó, encañonó en la cabeza a Sol. Trató de no cerrar los ojos, conceder a su perro la mirada hasta el final. Disparó.
Siguió con los ojos abiertos hasta que le escocieron. Entonces parpadeó, dejó la escopeta a un lado y fue tomando las piedras del mojón para colocarlas, una a una, sobre el perro muerto. Cuando terminó, vio que sólo había trasladado un metro el mojón. Quedaba una tierra desnuda sin las piedras, el zumbido de una mosca verdosa junto al rastro de sangre.
Aquel día, de regreso a casa, el cazador dijo a su mujer:
-He matado al perro, ya estaba viejo.
La mujer comprendió el duelo del hombre y guardó un silencio respetuoso.
La hija del cazador lloró por el perro.
-¡Lo mataste!
-Sí. Estaba viejo…
-Tú también estás viejo –rugió.
-Pero yo no soy un perro, soy tu padre –la respuesta tenía una seriedad inusitada.
La mujer del cazador puso la mano sobre el hombro de su marido y le devolvió el equilibrio. La hija no comprendió que el cazador estaba herido. Él quería a su perro cazador, pero un perro cazador tiene que cazar... Y nunca hubiera consentido que otro lo matara.
El cazador no volvió a perseguir las perdices (tampoco al pato, a la torcaz, a la codorniz, a la tortolilla, al conejo, a la liebre). Desde entonces, en otoño se acercó a una palomera. Se sentía un escopetero traidor tirando plomo a las torcaces de paso, alineado como una cuenta más en el rosario de escopetas. Y solo en el campo. Y viejo en la vida.
El cazador había tenido cuatro perros. Después de Sol no habría más. Pero nunca confesaría su fidelidad al perro, porque se llora a las personas, no a los perros.
Me gusta.
ResponderEliminarespléndido
ResponderEliminarImpresionante. Se lo acabo de enviar a mi amigo cazador (poco mordedor).
ResponderEliminarNo creo que te vaya a gustar, pero me has recordado a Zane Grey. Esa fidelidad entre el hombre y el animal que es más que una ayuda, un compañero...Zane Grey lo escribía con pasión.
ResponderEliminarPrecioso, sin duda lo mejor que he leído sobre perros.
ResponderEliminarPues a mí me ha dado una pena...
ResponderEliminarMuy bueno, Eresfea, algo parecido a la loba de En la frontera.
ResponderEliminarMagnífico, Eresfea; aunque en los pueblos en los que he vivido sólo se mataban a los perros que habían mordido a niños. Como en tu cuento, con escopeta y sin pestañear. Conocí a buenos amos, cazadores que cuidaban hasta casi el fin a sus viejos bracos o perdigueros "por si contagiaban su nervio a los nuevos" en la perrera, y quién sabe si por ese afecto inquebrantable y eterno que se da entre colegas. Otro amo de estos, uno que estuvo compitiendo con trineos, me enseñó a su perra malamute de 16 años con la que ganó muchos trofeos. Se adelantaba renqueante para indicarle con ladridos la dirección correcta en sus paseos hasta el fortín de San Cristobal. No era un buen cazador, ni buen padre, ese de tu cuento.
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