Guardo en el ordenador canciones que no me atrevo a tirar a la "papelera" (ese misterio electrónico: el ruido de una canción al caer en la papelera es tan crujiente como el de un papel, que tampoco es papel...).
Y dudo cuando estoy deslizando alguna canción a la papelera, porque, además de título, autor, álbum, género o calidad, me traen el recuerdo del gusto ajeno: le gustaba a X, a Y, a Z. Y entonces, en vez de tirarla, la oigo de nuevo y pienso: tengo que escribirle, tengo que saber de ella, de él. Y me contengo, no tiro la canción a la papelera, porque sería como tirar su recuerdo. Y no. Por fidelidad. Además, ¿quién se puede deshacer de su memoria con un crujiente en el icono de una papelera? El gusto ajeno y el recuerdo de la buena persona sigue ensamblado en esas canciones. La oigo y la memoria trae el comentario, la crítica (como esas frases encomiásticas de la crítica oficial que aparecen entrecomilladas en las contratapas de las novelas). Recuerdo hasta el gesto de algunos amigos con ciertas canciones. Sé qué canciones de Natalie Merchant sonaron en el despacho de P.; sé que M. hubiera puesto Such great heights de The Postal Service en su boda; sé de anhelos de V. paralelos a los coros de Out Of Season; sé qué Elvis emocionó a J.; sé qué pie movía rítmicamente S. cuando me presentó el Comfortably Numb de Scissors Sisters; que a J. le dolían los antebrazos agarrotados intentando seguir con cuchara y tenedor sobre sartén la batería de Paradise by the C; que, para P., el Morricone del western acompaña al calor mejor que una cerveza; que...
La memoria de mi ordenador va a petar. La mía, aún, no.
De todos mis viajes guardo en la memoria una canción que me hace evocar esos días. La última, la de nuestro viaje a Jerte, con Just Breathe de Pearl Jam, sonando una y otra vez por tierras leonesas (castellano-leonesas, ahora).
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