Jonathan Franzen, “El dolor no os matará”, Más afuera, Anagrama, 2012.
(Fragmento del discurso
pronunciado en la ceremonia de graduación del Kenyon College, mayo de 2011).
“[…] la transformación que viene produciéndose,
por gentileza de Facebook, del verbo “gustar”, que ha pasado de ser un estado
de ánimo a una acción realizada con el ratón del ordenador: de un sentimiento a
una declaración de la elección del consumidor. Y en la cultura comercial
“gustar” es, por lo general, sucedáneo de “amar”. Lo llamativo de todos los
productos de consumo –y de ninguno tanto como de los aparatos electrónicos y
sus aplicaciones– es que están hechos para gustar enormemente. Ésta es, de
hecho, la definición de un producto de consumo, a diferencia del producto que
es sencillamente el mismo y cuyos fabricantes no están obsesionados con la idea
de que nos guste, como es el caso de los motores de avión, el material de
laboratorio, el arte y la literatura serios.
Pero si nos planteamos esto desde el
punto de vista humano, e imaginamos a una persona definida por el desesperado
deseo de gustar, ¿qué vemos? Vemos a un ser sin integridad, sin centro.
En los casos más patológicos, a un narcisista: alguien que no soporta el
deslustre en la imagen de sí mismo que supone que el hecho de no gustar, y
quien, por tanto, o bien se retira del trato humano, o bien llega a extremos
inconcebibles en el sacrificio de su propia integridad a fin de gustar.
Ahora bien, si uno dedica su existencia a
gustar, y si adopta la imagen atractiva necesaria para ello, sea la que sea, se
suele creer que uno ha desistido de ser querido por ser quien es en realidad. Y
si uno consigue manipular a los demás para gustarles, será difícil no sentir
cierto desprecio por esas personas, ya que han caído en el engaño. Dichas
personas existen para que uno pueda sentirse bien consigo mismo, pero ¿hasta
qué punto puede alguien sentirse bien si esa sensación se la procuran personas
a quienes uno no respeta?
Entonces, tal vez uno caiga en la
depresión o el alcoholismo o, si es Donald Trump, se presente a las elecciones
presidenciales (y luego abandone).
Naturalmente, los productos tecnológicos
de consumo nunca harían nada tan desagradable, porque no son personas. Sí son,
no obstante, magníficos aliados y potenciadores del narcisismo. Junto con su
afán incorporado de gustar, llevan aparejado el de ofrecer una imagen mejor de
nosotros a los demás. Nuestras vidas parecen mucho más interesantes cuando las
filtramos a través de la interfaz sexy de Facebook. Somos protagonistas de
nuestras propias películas, nos fotografiamos incesantemente, basta un clic del
ratón y una máquina nos confirma nuestra sensación de dominio. Y como nuestra
tecnología sólo es en realidad una prolongación de nosotros, no tendremos que
despreciarla por ser tan manipulable, como podrá ocurrirnos con las personas
reales. Es un bucle enorme e interminable. Nos gusta el espejo y nosotros le
gustamos. Hacerse amigo de una persona se reduce a incluir a esa persona en nuestro
salón privado de espejos favorecedores.
Quizá exagere, pero sólo un poco.
Seguramente estaréis hasta la coronilla de oír a cascarrabias cincuentones
faltar al respeto a las redes sociales. Lo que pretendo es básicamente
presentar el contraste entre las tendencias narcisistas de la tecnología y el
problema del amor real. A mi amiga Alice Sebold le gusta hablar de “saltar al
barrizal y amar a alguien”. Lo que tiene en mente es la suciedad con que,
inevitablemente, el amor mancha la imagen que el espejo nos devuelve de
nosotros mismos. Aquí el hecho elemental es que el empeño de gustar plenamente
es incompatible con las relaciones amorosas. Tarde o temprano, os veréis
envueltos en una pelea horrible y ruidosa, y oiréis salir de vuestras bocas
cosas que os disgustan sobremanera, cosas que hacen añicos la imagen que tenéis
de vosotros como personas ecuánimes, amables, interesantes, atractivas,
controladas, divertidas y “gustables”. Algo más real que la “gustabilidad”
habrá aflorado y, de pronto, vuestra vida cobrará realidad. De repente tendréis
ante vosotros una elección auténtica, no una falsa elección de consumo entre
una BlackBerry y un IPhone, sino una pregunta: ¿Quiero a esa persona? Y para la
otra persona: ¿Esta persona me quiere? No existe nadie cuya personalidad real
nos guste hasta la última partícula. Por eso, un mundo donde todo consiste en
gustar es en última instancia una mentira. Pero sí existe la persona de cuya
personalidad real uno ama hasta la última partícula. Y por eso el amor
representa tal amenaza existencial para el orden del tecnoconsumismo: saca a la
luz la mentira.
Una de las cosas alentadoras de la plaga
de teléfonos móviles en mi barrio de Manhattan es que, entre todos esos zombis
enviadores de mensajes de texto y cotorras organizadoras de fiestas con quienes
me cruzo en las aceras, a veces veo a alguien que discute a cara descubierta
con una persona a quien ama. Estoy seguro de que preferirían no pelearse en una
acera, pero eso es lo que está ocurriéndoles, y se comportan de una manera muy,
muy poco atractiva. Vociferan, acusan, ruegan, insultan. Este tipo de cosas
mantiene viva mi esperanza en el mundo.”