Cuando lo perdimos en la niebla, le dimos tiempo porque se suponía que él era el experto en la montaña. Luego nos apuramos, sacamos la brújula y alguien tuvo la ocurrencia de que nos colocáramos las linternas frontales como si fueran luces antiniebla. Nos abrimos en abanico manteniendo el contacto visual entre nosotros. Empezamos a gritar su nombre más y más fuerte. Pronto lo dejamos en vocales abiertas: ¡oeeeeh!, ¡aaaah! Hasta quedarnos sin voz.
Él se hizo el encontradizo a unos metros del refugio. No teníamos ni fuerzas para el reproche, sólo le dijimos:
-¿No nos oías?
-Apagad las frontales, que os vais a quedar sin pilas -respondió.
-¿No nos oías? -insistí.
No respondió, y comprendí el reconocimiento implícito en su silencio: sí que nos había oído.
Me tocó sentarme frente a él en la mesa y pasé buena parte de la cena mirándolo, a la espera. Sorbió la sopa indiferente, como si no fuera con él la cosa. Pero con el estofado de carne me lo confesó:
-Os oí.
-¿Y por qué no respondiste a nuestras llamadas?
Se mordió el labio y demoró la respuesta el tiempo justo para que descubriera su vanidad: él era el experto en la montaña, se había perdido y nuestros gritos lo habían guiado. Y le había bastado no responder a nuestros gritos para cambiar las tornas, para que fuéramos nosotros, los siete, los perdidos.
-Los que gritan están perdidos.
Un recopilatorio de cuentos. ¡Ya!
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