Como decía Borges, "estas palabras hay que oírlas, no leerlas":
“Ay, cabezón, que desde el primer día hiciste sufrir a tu madre…”
La
descripción de los cabezones está abierta a la prosopografía, a la
etopeya, o a la reunión de ambas. Tanto los de perímetro craneal exagerado como los testarudos andan tranquilos por el mundo. Los primeros son legión y con los otros no hay censo posible -porque dicen que cabezones no, que son sinceros, tenaces o, lo peor, "así"-.
Los
cabezones físicos alivian su desproporción cuando crecen a lo largo y a lo ancho. (¿Quién no conoció al niño de la cabeza apoyada en la mano, en el pupitre, en un compañero... a quien le creció el cuerpo lo suficiente como para soportar su cráneo sin manos?). Los cabezones de carácter, crezca o mengüe el cuerpo, tienden a reafirmarse en su cabezonería. No sé si serán felices o no, pero sí que son los demás quienes, hartos, terminan echándose las manos a la cabeza (propia).
Y entre tanto cabezón, los cabecitas viven marginados. Imaginad su alarma cuando el cuerpo se estira en la adolescencia y se les pone tipo de cerilla para chimeneas, miraos las carnes ante el espejo antes de la temporada de playa y acordaos de los cabecitas. Cuando su cuerpo engorda, en la cabecita solo crece la papada y el morrillo. ¿Y cuando se quedan calvos y no pueden ahuecarse el pelo? No hay buenas noticias para los cabecitas. Solo descansan en la moto, o cuando nieva (¡el calentamiento global!) y se pueden poner un gorro con pompón, o cuando en Carnaval se disfrazan otra vez de piruleta o de margarita.
Apuesto por la visibilización del Cabecita (desde aquí con mayúscula, para que abulte más), siempre en desventaja con el cabezón, ninguneado hasta cuando se le juzga solo por su carácter:
"Ay, cabecita loca...".