Como usuario habitual de autobús, constato la obsesión de muchos ancianos por subir los primeros cuando el asiento está numerado y por hacerlo en cuanto se abren las puertas del autobús, como si se les fueran a quitar el lugar o como si estuviera de oferta la merluza en la pescadería. Pero es un autobús y la intención veloz, no el ansia, contrasta con la ascensión digna de cordada en los tres o cuatro peldaños de la escalera, y en el torpe avance posterior a través del pasillo del autobús. Esto obliga al resto del pasaje, más joven, más ágil, a esperar. Por si fuera poco, aún falta el “acomodamiento” de los ancianos, porque no llegan y simplemente se sientan, no. Se colocan donde no les corresponde. Primero eligen el asiento que les gusta (¿por qué son siempre los más próximos al conductor?, ¿para vigilar cómo lleva el volante?) y no el que coincide en el número de su pasaje. Y si alguien reclama que han ocupado su asiento, ellos pedirán ver el número del verdadero dueño del asiento. (¿Quizá para que otro listillo no les quite a ellos la ventaja adquirida?). Tema aparte es el “acomodamiento secundario”: maletas que deben ir en el maletero, bolsas, paraguas húmedos con certero goteo en el vecino, chaquetas o lo que sea. Y el que venga detrás… que arree. De nuevo, los que vienen detrás (rápidos en la ascensión de escaleras, resueltos en el pasillo, conocedores del número de su asiento, sin cosas que colocar) esperan pacientemente ante los aspavientos de esos émulos de CR9.
Pero lo más peligroso para la impaciencia de los ancianos es la llegada al final del viaje. Según barruntan que se llega a la estación de destino, se remueven en sus asientos (si son pareja se codean y urgen al otro al movimiento). En ese estímulo ya están levantados con el autobús en marcha: ahora una curva, un frenazo, un acelerón... He llegado a pensar que el chófer lo hace con afán educativo: a ver si los ancianos aprenden de una p…(uñetera) vez. Pero qué va, ellos se afanan, sin miedo a la fractura de cadera, por recoger las cosas que colocaron al subir (maletas que deben ir en el maletero, bolsas, paraguas…) y ya avanzan dando tumbos por el pasillo. De nuevo la prisa por llegar a la salida. La cordada de descenso con el consiguiente efecto tapón para otras salidas más rápidas. Y el tapón secundario una vez en
tierra, porque nadie piense, no, que se desplazan de la puerta para dejar vía libre así como así a quienes vienen detrás. Hay que pensar si me abrigo un poco más, por dónde está la salida más rápida, observar la señalética en busca del servicio más cercano…
¿Aquel “los últimos serán los primeros” rige en los autobuses? Quizá ellos, los ancianos impacientes, fueron los últimos cuando eran jóvenes y, por eso, ahora se creen en el derecho (y el izquierdo) de ser los primeros. Quién sabe.
A todo esto lo llamaba, para mis adentros, el
gerontocar. Queda desde ahora, para mis afueras, como caso particular de uno de los peores rasgos del carácter de los ancianos (que tanto se achaca a los adolescentes): la impaciencia.
En el caso de los autobuses, se podría ensayar con un cartel, por ejemplo, en la línea de la Roncalesa, que une San Sebastián y Pamplona, y viceversa: “Los menores de 65, o de 67, primero”.