Se lo ha pensado, pero al final ha decidido jugársela e ir
con las sandalias abiertas al dentista. (Peligro de ridículo: perder
los zapatos, en este caso las sandalias, mientras el dentista hurga en la boca).
Recostado en el sillón abatible, bajo el foco, con el burbujeo del aspirador de
salivas, ¡plas!, se le cae una sandalia. Se queda indefenso, no la puede
recuperar, entonces cuelga un poco el pie... Las serpientes de los documentales
desencajan sus mandíbulas y tragan cualquier cosa. A él le gustaría desencajar
cadera y rodilla. Imposible. Ya no deja el pie descalzo sobre el reposapiés, trata de
ocultarlo a la vista de la enfermera, que sólo acompaña, que no enreda en su
boca y que puede elegir hacia dónde mirar. La tensión hace que el cuerpo se le
escurra en el escay del sillón, el dentista hace palanca en su boca -"Mantenga la boca abierta"- y sufre al notar cómo se le afloja sin remedio
la otra sandalia. La sostiene apenas con dos dedos del pie.
La sandalia oscila en el último dedo.
¡Plas!, la segunda sandalia ha caído.
El dentista ha terminado y él permanece rígido en una postura
ridícula, recostado, pero con los dos pies ocultos bajo el reposapiés. La enfermera le tiende un vaso con líquido azulado
para los enjuagues.
Le han saneado una caries, y no puede dejar de pensar en dónde
habrán caído las sandalias, cómo hará para recuperarlas cuando se baje de ese
asiento.
Tuuuuuu, un ruido suave, el
mecanismo reincorpora el respaldo a la postura vertical y le relaja los
abdominales.
La enfermera calza unos zuecos de plástico con aspecto de silicona
porosa, y, con disimulo, pisa una sandalia y la acerca al lugar donde caerá el
primer pie del paciente. Le posa la mano en la rodilla sin mirarlo y le guía hacia
la sandalia. Luego hace lo mismo con la segunda. El dentista no se da cuenta.
Él, calzado, da las gracias y el dentista cree que son para él y dice (con una justicia insospechada): "No hay por qué...".
Delicioso.
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