martes, abril 30, 2013

Gracias

Se lo ha pensado, pero al final ha decidido jugársela e ir con las sandalias abiertas al dentista. (Peligro de ridículo: perder los zapatos, en este caso las sandalias, mientras el dentista hurga en la boca). Recostado en el sillón abatible, bajo el foco, con el burbujeo del aspirador de salivas, ¡plas!, se le cae una sandalia. Se queda indefenso, no la puede recuperar, entonces cuelga un poco el pie... Las serpientes de los documentales desencajan sus mandíbulas y tragan cualquier cosa. A él le gustaría desencajar cadera y rodilla. Imposible. Ya no deja el pie descalzo sobre el reposapiés, trata de ocultarlo a la vista de la enfermera, que sólo acompaña, que no enreda en su boca y que puede elegir hacia dónde mirar. La tensión hace que el cuerpo se le escurra en el escay del sillón, el dentista hace palanca en su boca -"Mantenga la boca abierta"- y sufre al notar cómo se le afloja sin remedio la otra sandalia. La sostiene apenas con dos dedos del pie.
La sandalia oscila en el último dedo.
¡Plas!, la segunda sandalia ha caído.
 El dentista ha terminado y él permanece rígido en una postura ridícula, recostado, pero con los dos pies ocultos bajo el reposapiés. La enfermera le tiende un vaso con líquido azulado para los enjuagues.
Le han saneado una caries, y no puede dejar de pensar en dónde habrán caído las sandalias, cómo hará para recuperarlas cuando se baje de ese asiento. 
Tuuuuuu, un ruido suave, el mecanismo reincorpora el respaldo a la postura vertical y le relaja los abdominales. 
La enfermera calza unos zuecos de plástico con aspecto de silicona porosa, y, con disimulo, pisa una sandalia y la acerca al lugar donde caerá el primer pie del paciente. Le posa la mano en la rodilla sin mirarlo y le guía hacia la sandalia. Luego hace lo mismo con la segunda. El dentista no se da cuenta. Él, calzado, da las gracias y el dentista cree que son para él y dice (con una justicia insospechada): "No hay por qué...".

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