(Para leer después de tres cervezas tripel belgas).
"Tenemos que hablar". Decirlo (sacarlo) obligaba a tragar saliva; oírlo provocaba una flojera en las rodillas. Y había quer sentarse. Con este exordio se anunciaban en la familia, en España y hasta finales del siglo XX, asuntos como una enfermedad incurable, la muerte inminente de un miembro de esa familia, o algo así como la llegada del Apocalipsis. "Tenemos que hablar, he visto a la Bestia".
El "Tenemos que hablar" abría una fisura en aquellas palabras escritas por Zambrano en 1934 que mostraban la conversación como un parcheo imperfecto, interminable:
Habiendo
un hablar, ¿por qué el escribir? Pero lo inmediato, lo que brota de nuestra espontaneidad,
es algo de lo que íntegramente no nos hacemos responsables, porque no brota de
la totalidad íntegra de nuestra persona; es una reacción siempre urgente,
apremiante. Hablamos porque algo nos apremia y el apremio llega de fuera, de
una trampa en que las circunstancias pretenden cazarnos, y la palabra nos libra
de ella. Por la palabra nos hacemos libres, libres del momento, de la
circunstancia apremiante e instantánea. Pero la palabra no nos recoge, ni por
tanto, nos crea y, por el contrario, el mucho uso de ella produce siempre una
disgregación; vencemos por la palabra al momento y luego somos vencidos por él,
por la sucesión de ellos que van llevándose nuestro ataque sin dejarnos
responder. Es una continua victoria que al fin se transmuta en derrota.
Esas tres palabras implicaban un compromiso, un hito en historia compartida de dos personas. A lo mejor había que esperar varias vidas para volver a escuchar el "Tenemos que hablar" que precedía a una de esas conversaciones. Ya no. Como soy un hombre que aprendió en el SXX a nadar, leer, recoger setas, guisar caracoles..., como ya vi pasar el cometa Halley en 1986 y no creo en la reencarnación, aún me revuelvo del susto cuando alguien me dice: "Tenemos que hablar". Subsumido en mi anacronismo, se me olvida que, con la llegada de la telefonía móvil y las redes sociales y demás, se ha ido disolviendo el compromiso del "Tenemos que hablar". Se me olvida que ya no es un evento de dimensiones astronómicas; que basta responder muy rápido "sí, sí", o contar un chiste y cambiar de tema, o mandar un wasap con un meme mítico a esa persona que tienes al lado. Que, acostumbrados a mandar mensajes continuamente, hemos hecho de la escritura conversación (un toma y daca de mensajitos inacabados, inacabables).
Algunos aún tienen la tentación de detenerse a decir lo que realmente quieren decir, y entonces lo escriben con cuidado: el desolador "A quien corresponda" de las instancias oficiales; el "Queridos Reyes Magos" (a ver si consigo que no me traigan carbón); el CV o la carta de presentación (a ver si consigo trabajo, o una beca, o unas prácticas)... Otros delegan ese trabajo en un profesional, como hacen con el escriba más importante de Europa, ése a quien encargan grabar el nombre del equipo campeón de la Champions en la copa a pie de campo. O en un notario. O al periodista de esquelas. Sí, pronto a los espectadores del 1P/Halley sólo nos quedarán copas, testamentos, esquelas, epitafios.
A mí, por ejemplo, me encargan cartas de presentación aunque no soy presentador, y sufro mucho escribiéndolas. A veces me dan ganas de darle al epitafio (y a las copas). Una vocación creciente en la escritura, tal vez, porque queda al margen de la conversación. Uno escribe desde otro tiempo, otros aún leen en piedra (generalmente) y hay algo trascendente cuando se pasa el dedo por un "Sit tibi terra levis" (Que la tierra te sea ligera).
Eresfea, te estás columpiando. No, no... Para que veáis que no me han hecho efecto las copas de cerveza, aquí va uno bueno para un amigo que también se columpia entre el XX y el XXI:
Aquí yace P., el hombre que leyó Streptease y no vio la película.