Una cosa es recibir calabazas y otra recibir una sola calabaza con sobrepeso, una de 190 kilos. Habrá quien vea ahí, sin procesar, puré o cabello de ángel para un regimiento. Imaginad cuánta dedicación, cuánto amor hay puesto al pie y sobre esta calabaza que ha crecido en tierras negras y navarras. Hacia el final del otoño, después de roturar el campo, no queda rastro de la calabacera, pero ahí está la calabaza después de jálogüin. Alguien la ha pesado (¿cómo?); alguien ha colocado esos sacos (¿para que la calabaza no se estropee con la humedad de la tierra?); alguien, al fin, ha anotado con un rotulador: "190 Kg". (Añado un adverbio: primorosamente). ¿Por qué anotar el peso? Para que otra persona lo vea, y sepa. Ese cuidado, se mire como se mire, es todo menos dar calabazas.
Pero habrá quien interprete en ese "190 Kg" vanidad y presunción de hortelano, incluso servidumbre al prototipo de platino iridiado residente en París.
Eresfea: los mejores pies de foto a este lado del Ebro.
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