Qué pasa cuando tienes las gafas descompuestas por el uso, cuando se te deslizan continuamente por el puente de la nariz como si jugaran, traviesas, por un tobogán, y ya contemplas, entre la miopía y la presbicia, la compra de unas bifocales, o progresivas, como dicen ahora. Porque no quieres operarte con láser, porque te la trae al pairo la cuestión estética (con semejante nariz, las gafas salen de la categoría de atrezzo y entran en la maquillaje). Pero ya has calculado y sabes que cuestan dos ojos de la cara. Y estás pendiente de las ofertas en progresivas, que, como todas, se empañan con los cambios de temperatura y te dejan como un topo cada dos por tres en invierno.
Qué pasa, digo, cuando entras a un baño público con la urgencia dictada por la vejiga y no tiras de la bomba para eliminar los sólidos depositados por un cagón anterior, pero, en un gesto de elegancia y urbanidad, levantas la tapa protegido con el último trozo de papel higiénico. (En el gesto, no dudas de tu puntería. ¿Topo? Tal vez..., pero con el pulso de Robin Hood). Y en esa inclinación fatal, las gafas se resbalan (despegan) por la pista de la nariz, y vuelan en picado (manoteo inútil), y se hunden entre otros sólidos.
Y entonces, en medio del naufragio, piensas en el láser como una buena opción, y te dices que es una inversión, porque, al fin y al cabo, ¿cuántas veces se tropieza en la misma piedra?, ¿cuántas veces se pueden caer las gafas en la taza de un váter sucio? La gravedad siempre está ahí, sentencias, y las bifocales, perdón, las progresivas son tan caras.
Tocan a la puerta del baño. Alguien acompaña su apremio con un ruego:
-¡Por favor, por favor, por favor...! -suena una ventosidad quejosa (irreproducible)-. No... puedo... más...
Hay que tomar una decisión.
Quedan aún esos accesorios que se enganchan a la trasera de las patillas y cuelgan por detrás del cuello; pueden ser cintas o cordel, al gusto del consumidor.
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