Hacía semanas
que no salía a la montaña y ese 12 de julio me pareció perfecto. Fui en autobús
hasta Amezketa, desde allí subí por pistas hasta la curva donde la senda trepa por el barranco de Beratzeaga hacia el coto minero abandonado y, más allá, a Pardeluts, y... Subí hasta el cruce de Minas en medio de un calor
sofocante, un aire denso que me hacía sudar y llorar cada vez que una de esas
gotas reconcentradas de sal se deslizaban hasta el ojo. No encontré a otros montañeros. Desde las viejas minas de cobre ,proseguí
pradera arriba hasta el collado de Artubi. Allí me llegó el primer soplo de aire.
La cima de Balerdi, la única cumbre que conozco a la que se llega bajando,
estaba muy cerca. Entonces empecé a ver enormes champiñones (Agaricus macrosporus). Por
algún motivo tan peregrino como éste me había echado a la espalda la mochila
grande y en uno de los bolsillos había un bolsón negro de plástico. Así que no
me pude reprimir: empecé a recolectar los hongos hasta cargar cerca de diez
kilos. Los embolsé cuidadosamente y los metí en la mochila. Dejé allí mismo la
mochila guardada por la soledad. Y seguí ligero por la arista hasta la cruz del Balerdi. Me
senté un rato para ver volar los buitres a mis pies y masticar un tallo seco de
avena loca. Luego volví sobre mis pasos, me eché a la espalda la mochila
cargada y decidí bajar por una especie de canal salpicada de robles enanos.
El descenso era
mucho más complicado de lo que yo pensaba. Cesó el aire y la piedra caliza
reverberaba el calor de las primeras horas de la tarde. Ya no me quedaba agua.
Y el camino marcado por alguna cabra triscadora había desaparecido. Miré hacia
arriba y comprendí que sería más fácil seguir un descenso sin huella que
retroceder.
En medio del
descenso, oí un grito extraño. Me senté y esperé. Volví a oírlo con claridad en
una peña y decidí orientar hacia allí la bajada. Parecía el grito lastimero de un bebé, pero entonces lo vi: un pollo de
buitre. Imbuido por ese espíritu que inculcó Félix Rodríguez de la Fuente a
toda una generación, me arrimé por debajo del nido expuesto en una repisa
rocosa, casi sin pared, para no alarmar al pollo. Lo miraría de cerca un
momento y seguiría mi camino.
El pollo se
irguió con orgullo y entonces, a traición, me vomitó. Era un vómito de color
amarillento bilioso, el vómito de una carroña, y el hedor me acompañó refugiado
en la nariz buena parte de la bajada. Alcancé el cementerio de Azkarate, luego el
pueblo, y tres kilómetros después llegué a Atallo. El próximo autobús tardaría
como mínimo una hora, así que fui al bar de la gasolinera.
En aquel momento
anunciaban en la televisión el hallazgo de Miguel Ángel Blanco. El del ultimátum. Los de ETA le habían dado dos tiros en la cabeza. La
ambulancia lo llevaba al hospital. En medio de la confusión, los reporteros no
querían reconocer su muerte. Todo el mundo en España estaba conmocionado.
-¡Hijosdeputa,
qué manipulación!, ¡todas las televisiones están con lo mismo…! -gruñó en
español uno de los lugareños acodados en la barra. Éramos ocho clientes, dos
camareros.
-Cambia, joder…
Nadie dijo nada.
El camarero cambió, pero el otro canal de televisión remachaba con lo mismo, y
el otro también, y el otro.
Me senté. Pedí
desde la mesa un vaso de agua y un café con leche. Solté lentamente los nudos
de las botas, me descalcé y posé los pies cocidos con los calcetines contra el
suelo frío. La huella húmeda de la transpiración dibujó mis pies en dos
baldosas. Silbé una de canción de Aute.
Antes de subir
al autobús, tiré los hongos recalentados, macerados en la bolsa negra de la
mochila. No tenían muy buena pinta y no los iba a cenar esa noche.
P.D.: Escrito hace 14 años.