Los elfos del bosque, movedizos, se arrastran como si
huyeran entre la hojarasca, de pronto se detienen, guardan silencio. Y de
pronto siguen su huida tres octavas más allá.
Los elfos del agua, borboteantes, con esa gárgara que no se
sabe si entra o sale, que necesita sílabas con u, como cuando se vacía un bidón
de aceite.
Los elfos de las sábanas suenan casi como una palmada hueca
y poderosa, provocan un efecto de aturdimiento y levantan una onda (leve).
Alguno de los elfos de las sentadillas, con voz de rompe y rasga, podría cantar en un karaoke.
Y el elfo recién nacido.
Cada vez que mi hermano mayor, mucho mayor, se tiraba un
pedo, decía:
–¿Has oído? Es un elfo.
Pero una vez, en el vagón atestado, el pedo sonó
atronador como un solo de trompeta (Degüello, Dimitri Tiomkin). Mi hermano se
volvió y, señalando la zona en la que la gente abrió un hueco imposible, dijo con un candor
paternal:
–Buena voz para un elfo recién nacido.