
Un viejo se sentó a mi lado y observó complacido cómo devoraba mi pastel.
-¡Qué suerte tienes!
(En realidad, tenía una madre que me había dado unas monedas para algún caprichito como ése. O sea, en todo caso, tenía suerte de hijo).
-...
-Porque hay muchos que no pueden darse ese lujo.
-No es tanto lujo...
(Y sí lo era, pero no por el dinero, sino por la felicidad que experimentaba -y experimento-. Todos no disfrutan de ese don, de esa capacidad de satisfacción merengosa).
-Porque en la Guerra...
Ahí empezó con las mentiras, aunque quizá él se las creía. Yo me chupaba el dedo -de merengue- y sabía que la gente que apelaba a la guerra civil española quería vender alguna morcilla ideológica. Eso lo aprendí con los silencios de mi abuelo, que sí hizo la guerra: a él había que sacarle las historias con sacacorchos.
También sabía que en Europa del Este eran más pobres, y que los gobiernos decidían qué era lo mejor para que los ciudadanos lograran el sueño (pesadilla) de una sociedad comunista.
Así que aquel era un impostor, un bocazas. Un anciano pesado con ganas de sembrar moralejas.
-Porque yo peleé para que te pudieras comer ese pastel...
-¡No, mis padres trabajan para que yo pueda comerme este pastel! -me molesté.
(Entonces yo tenía un elevado sentido de la justicia, y cierto afán por la precisión de las palabras).
Pero ya no escuchaba: él combatió en el lado de la República y hablaba muy rápido. Él conoció las prisiones de Franco... Sus ojos turbios estaban en otra parte, lejos del pastel, y habían mirado la URSS. Ya me cantaba las maravillas del comunismo: carreteras de ocho carriles, limpieza, orden, los mejores hospitales, los mejores atletas...
-¿Pero no cambian abrigos de piel por pantalones vaqueros?
Me lo había contado un tío segundo o tercero, que trabajaba en una compañía aérea y trapicheaba con los vaqueros.
(Mi tío -II o III-: cuando se inundó el mercado de los vaqueros, se pasó a la ropa interior femenina; y cuando la URSS se sublimó -paso de sólido a gas-, al mercadeo con tampones).
-En Rusia también podrías comer un pastel así... -me tentó.
-¿Sí? ¿Y usted por qué no se quedó allí?
-¡Ay...! -sonrió medio herido, como si la suficiencia fuera su única opción-, ¡cómo os lavan el coco con la propaganda capitalista!
"Lavan el coco": eso fue definitivo. ¡Un viejo haciéndose el modernillo! "Os": y que se dirigiera a mí como a un grupo (rebaño). No había propaganda alguna de los rascacielos que me gustaban a mí. Y sí del comunismo: camisetas, banderitas, mítines, carteles...
-Todopropagandacapitalista... -repetía como un mantra ante la realidad de un niño que comía un merengue.
Ahora es momento de releer las primeras líneas de esta entrada. ¿Alguien imagina una situación semejante en la URSS de los 80?: un niño que pierde paraguas se compra un pastel de merengue en medio de una generosa oferta de pastelería, como no encuentra las llaves de "su" casa se sienta en un banco, y un viejo capitalista que volvió del gulaj le coloca su perorata acerca de las bondades del sistema en EEUU.