Ayer llegué de noche a mi nueva casa. En la puerta crece
un árbol de tronco grueso y espinas viejas, erosionadas como lapas. Las raíces
rompen la acera y las flores sonrosadas, carnosas y sin aroma forman un lecho
blando entre las baldosas rotas. Al pisar las flores se siente una pasta espesa
bajo los pies y el peligro del resbalón.
-Mierda de flores… -se queja Washington.
-Washington, ¿qué árbol es?
-Un palo borracho.
-¿Fabrican algún licor con sus frutos?
Washington no me hace demasiado caso o no me oye. Es
negro, viste de negro y amarillo, y parece un guía de la escuela clásica, de
ésos que creen que deben estar más atentos al camino y a la meta que a la
conversación con el guiado.
Yo quería tener una casa en África, pero en la agencia me
dijeron que a lo mejor en el próximo destino… He arrinconado las maletas sin
deshacerlas y me he tendido sobre la cama en calzoncillos, acalorado en esta
noche de luna llena. Al canto frenético de los grillos se han sumado otros ruidos.
Me ha parecido escuchar rugidos de felino, el barrito de algún elefante… La
respiración de alguna bestia enorme, eso seguro. Mañana tengo que preguntar a
Washington.
He insistido para que dijera:
-Son los leones.
-Á fri ca –susurro.
-¿África? –pregunta demostrando buen oído.
-Los leones, los rugidos.
-El zoo, que está a tres cuadras –dice descriptivo.
No le digo que cada uno elige para sí mismo el equipo de fútbol o el
continente que le da la gana.
En mi primer paseo, he sentido que pisaba flores de
palo borracho, luego he arrastrado un pie dos cuadras con una estela de
realidad. Pero cuando he visto en la mediana del bulevar Artigas la estatua de un león orgulloso
con su pieza capturada… ¿avestruz o ñandú? Ya estaba decidido: ¡avestruz!
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