Primero fue la superficie de la Tierra: dibujábamos mapas y nos traíamos cosas de los lugares lejanos (¡tan cercanos para sus nativos!). Ahora, y seguimos con la camiseta de la humanidad puesta, decimos en plural que estamos en las profundidades del mar; ahí los humanos exploramos con submarinos y cartografiamos a golpe de ecos. Y sacamos a la superficie liviana animales inverosímiles, sobre todo peces feos, que mueren descomprimidos por el conocimiento (el nuestro).
La enormidad del espacio vendrá después. No quiero imaginar cómo saldrá Bilbao en ese mapa, sólo espero que no cunda el ejemplo de la Luna y que no vengan muy cargados de piedras.
El límite no existe, o eso gusta decir a quienes dan volteretas con bicicletas sin guardabarros o empalman de marcha tres días. Pero hay otras exploraciones más íntimas que nos abren caminos insospechados. No me refiero a la moderna exploración de lo pequeño (aviso: los átomos quedaron grandes), sino a esas exploraciones de tamaño humano. Porque si, como decía Protágoras, el hombre es la medida de todas las cosas, todas las exploraciones se reconcentran en una persona hurgándose la nariz.
(Siempre se pueden localizar con la punta del dedo elementos sorprendentes y regiones ignotas).
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