Tramo final de la Pala de Ip. |
Seguro que conocéis a alguien con el gustillo del descubridor. Es algo natural en los niños, quizá porque forma parte del juego del aprendizaje de la vida. Cuando uno descubre algo, no importa que todos lo conozcan a su alrededor. (Recuerdo mis electrizantes descubrimientos del enchufe o de las tripas de la nevera). Al niño que fui (que sigo siendo) no se le pasó por la cabeza que otros ya supieran que no convenía meter los dos dedos en esos agujeros o que la comparación entre el arpa y el entramado de la trasera de una nevera terminara con un improvisado pelo punk. El caso es que ese egoísmo descubridor se extiende a lo largo de la vida: descubre uno el amor, la muerte, la paternidad o la maternidad, el desodorante..., como si nadie antes hubiera pasado por esos trances.
Abundan los descubridores espaciales (en la Tierra) y pedestres. A mí me pasa. En cuanto creo que tengo más o menos dominado ese egoísmo del descubridor viajero, encuentro una montaña, un rincón, una senda... y brota la tentación descubridora (con tanta facilidad) y necesito dar la buena nueva. Todos habéis conocido la emoción de alguien que os cuenta no sé qué de París, o de Moscú, o de Río de Janeiro, como si fuera Colón o el doctor Livingston (supongo). Y esto me hace pensar en la cara que pusieron los indígenas cuando vieron a ese tipo en la playa descubriendo su isla y, por extensión, un continente. Recreo esa imagen del cuadro o de película con un Colón y un grupito de elegidos de la tripulación (para el cuadro, para la película). Colón arrodillado en la playa, un fraile (el único cuyos hábitos no pasaron de moda), unos soldados con casco, el pendón de Castilla... Y los indígenas, fuera del plano, preguntando: "¿A ver, piltrafilla, que tú has descubierto qué? Anda, aséate un poco, que hueles a pince".
O cuando se descubrieron las cataratas Victoria. (Siempre he imaginado a unos pescadores recelosos mirando a de soslayo a Livingston: "¿Qué se le habrá perdido a ese pálido por aquí?").
Así que trato de dominarme con los escenarios, los paisajes, las rutas. Pero entiendo que ahora el descubrimiento, en parte, es como antes: no tanto encontrar algo nuevo, sino encontrar algo nuevo para muchos que no lo conocían. O sea: mostrárselo a los demás. Y ponerle un nombre nuevo. Colón fue descubridor cuando volvió al reino de Castilla y se fue a Barcelona para celebrarlo. Livingston, cuando salió en la prensa. O cuando (este tipo de cosas que se aprenden en las películas) se lo reconoció la academia de turno británica de Su Majestad Imperial y pimpampún.
Resumiendo: el descubrimiento geográfico es algo íntimo (como el descubrimiento infantil), algo que se hace público a mucha gente que no lo conocía (¡tan fácil hoy gracias a la popularidad de la ignorancia y a los medios digitales...!), y algo a lo que se pone un nombre nuevo.
(Confesión. En una escala infinitesimal, he padecido ese triple regusto descubridor en las Malloas de Aralar. Afortunadamente, vino el señor Juan Mari Ansa a ponerme en mi sitio con la publicación de Las Malloas de Aralar).
EL ASUNTO
El domingo 21 de junio, Ángel, Patxi y yo estuvimos en pala de Ip, y en Tronqueras, y en Moleta.
Ya tienen nombre, me dije para mis adentros. Domina ese impulso romántico que te lleva a sumar el momento (el momentazo) y el lugar, para caer en la tentación del descubrimiento egoísta. Y, ya de paso, recuerda que estuviste aquí otras veces, en otro tiempo, y sin cámara de fotos.
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