(Por lo que dice, por lo que no dice expresamente, por cómo lo dice, por ese uso del “luego”, por…).
Colin Thubron, En Siberia, RBA bolsillo, 2008. Págs.: 273-275.
Un muchacho de doce años está esperando con su madre en la estación de Ulan-Ude. Está sentado a mi lado y pregunta: “Tú a dónde vas?”. Contemplo un rostro de una dulzura vacía y curiosa. Es muy claro y muy pálido. A su otro lado la mujer le toca la mano, como para recordarle algo.
-Voy a Skovorodino –digo-. Luego hasta el Pacífico y a Magadan.
Ése es mi destino final.
-Yo estuve once años en Magadan -dice la mujer.
-¿Por qué allí?
Es un lugar horroroso en el recuerdo: fue en tiempos la entrada al imperio del Gulag de Kolima.
-Fui allí cuando era un muchacha a trabajar para el Komsomol. Me pareció romántico: ¡sólo renos y taiga! –se ríe de su necedad-. Pero la gente allí es buena debido a la dureza del medio. Si estás al borde de la carretera en medio de la nieve, alguien parará para llevarte. Aquí te dejarán morir.
Sus palabras adquieren una cadencia melancólica. El niño se hace eco de ellas con una sonrisa triste.
-Yo entonces creía en el comunismo. Mis padres también. A mi hermana la llamamos Stalina porque nació el día que murió Stalin. ¡Stalinka, Stalinushka! Luego, cuando subió al poder Jrushchov, lo cambiaron por Tatiana. Más tarde, cuando cayó en desgracia Jrushchov volvieron a llamarla Stalina; luego cuando… Su pasaporte se convirtió en un lío.
-Pero tú dejaste Magadan.
-Perdí la fe allí. Me casé y tuve dos hijos, luego vinimos a Kyzyl como profesores.
El niño se levanta y se va a comprar un helado, y ella se queda mirándole.
-Luego vino él.
-¿Es tuyo? –pregunto. Pero ella parece algo mayor para ser su madre.
-Sí, por error. Es un niño muy guapo, muy afectuoso. Pero no es normal, sabes –está mirando hacia el sitio por donde ha desaparecido-. No tiene memoria.
-¿Quieres decir que es lento?
-No, era un niño brillante, iba dos clases por delante de los que le correspondía a su edad. Luego a los siete años tuvo un accidente cuando bajaba en bici de una montaña. Se dio un golpe en la cabeza. Desde entonces no puede recordar nada más que unos pocos minutos –se le llena la voz de una ternura acongojada-. Se le escapan las cosas.
-¿No recibes ninguna ayuda por él?
-Es pensionista. Recibe un poco más de la pensión mínima cada mes –me pregunto por el padre, pero no dice nada-. Ya vuelve Kolya.
Me pasa un helado también, un poco expectante, luego se pone a jugar con un ratón mecánico. De vez en cuando mira a su madre con la adoración desvalida de un niño pequeño. Mientras sus coetáneos están pendientes de los deportes o de las relaciones sexuales, él es capaz de imitar a todos los animales de Walt Disney. Se dirigen a San Petersburgo, dice su madre, con la esperanza de una nueva vida.
-Hay gente que se queda quieta, otros son gitanos como nosotros. Así es como somos nosotros. Hoy en día la gente no piensa más que en el dinero, en ella misma, no hay nada más. Pero Dios velará por nosotros.
Su hijo mayor vive en el extranjero, dice, y su hija está alejada de ella. Le revuelve el pelo a Kolya.
-Mi deber es estar a su lado. Él es mi futuro.
Lanza un pequeño suspiro de agobio o de satisfacción. Tendrá un niño para siempre.
P.D.: Las flores de la fotografía son gencianas, las flores más azules de la montaña.
7 comentarios:
Vaya coincidencia; ayer leí este capítulo, adoro sus retratos físicos y psicológicos...qué casualidad, hace meses que no lo leía.
Delicioso.
En cada relectura hay un golpe nuevo.
No he leído el último, el de la ruta de la seda. ¿Tú sí?
Sí, Ander. Me ha gustado, pero queda a muchas verstas de En Siberia.
Un libro magnífico.
Verstas, kopeks.
De En Siberia no se me olvidan dos cosas: el arranque y el cierre.
Me llegó hasta la médula. Abrazo, forajido.
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