La que llevan otros, claro, que son unos hipócritas y unos desordenados. Porque nuestra vida es auténtica.
La que muchos imaginan que otros buscan en un laboratorio.
La de las pelusas que vivían debajo del sofá de una amiga. Que con las corrientes de aire (el soplo de la vida) decidían desplazarse al mundo exterior del salón y sacaban ese pseudópodo afelpado y te sorprendían de golpe en medio del parqué, y daba la impresión de que te miraban con personalidad, de que te pedían que las bautizaras con un nombre.
-Una pelusa así no puede ser anónima...
-Mira, mira cómo se mueve.
-Yo a ésa la llamaría Federica.
-¿Y cómo ves que es... femenina?
-Lo veo -sonrisilla-, yo me entiendo...
Y aquellas pelusas hacían que las arañas huyeran poniendo ocho pies en polvorosa.
La de la prima de las noticias de economía.
La de Frankenstein. Porque, no nos engañemos, el Gólem era una fotocopia del acto creador divino, no verdadera creación de vida artificial.
P.D.: Para leer mientras se unta una tostada con margarina.
1 comentario:
Ya leí La felicidad de los pececillos. Tenías razón.
pd. Hay también Egiptos del espíritu.
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