Cuando
los pichones de torcaz, siempre dos, estaban tan gordos como los padres pero torpes para volar, había que subir al nido y tratar de agarrarlos. Hacían falta las dos manos para agarrar los pichones (cosa complicada en un árbol), así que el pichón más vivo saltaba con un vuelo torpe fuera del nido y no había que perderlo con la mirada. Se bajaba del árbol con una mano útil (la otra estaba ocupada como garra) sin dejar de mirar el pichón y luego... ¡zaca! Había que matarlos a navaja, un corte en la nuca,
desangrarlos. Una complicación: la limpieza de un corte con plumas. La furia: los golpes del corazón del pichón en la mano. Más engorro que complicación: desplumarlos. Y cocinarlos con cebolla y zanahoria al
día siguiente. Porque la carne de las aves necesitaba, como poco, un día para
madurar.
Algo de todo esto recordaba el sábado por la mañana cuando caminaba con Ángel por la loma cercana a Gorriti, entre Santa Bárbara y Musaio (parte del cordal irregular Elosta, Urkieta, Ulizar y Laharte Erraizpe), sembrada cada cuarenta metros (aproximadamente) con puestos de cazadores. Soplaba el viento del este y llegaban las bandadas de malvices (zorzales) del hayedo, para toparse con la línea kilométrica de escopetas al acecho. Los disparos no dejaban de sonar, y quien caminara por la pista de la cañada sentiría (como sentimos) la lluvia de perdigones. En cada puesto, a pocos pasos del coche de cada escopetero, colgaban o se alineaban sobre un tablón las malvices muertas, docenas. Hice un cálculo sencillo: más de mil malvices murieron el sábado en apenas un kilómetro de cordal.
Miré el paisaje precioso hacia las Malloas y, hacia Laparmendi y Otsabio, me fijé en otro cordal, otra línea de escopeteros del horizonte, sin verlos, pero sabiéndolos ahí. Pimpampún. Como no hay paloma torcaz, malviz. Pensé en una labor periodística: ¿por qué no diseñar un mapa de las líneas de escopeteros de Guipúzcoa o Navarra? Para que los lectores vean la red de perdigón tejida en la época de pasa. ¿Por qué no un recuento de las aves abatidas en esas "redes"?
No sólo pensé en la diferencia entre el niño depredador (que fui) y estos escopeteros (que son, que no entiendo por qué no se dedican al tiro al plato -ojo, plato y no pato-). Creo que los propios cazadores deben de tener muy clara la diferencia. Por ejemplo: no es lo mismo salir a la perdiz o a la becada con un perro y batir los campos, que esto del "apontocamiento" y el tiro, y el tiro, y el tiro... Pensé también en que no es lo mismo el arte de la pesca de la trucha con mosca artificial que colocar el trasmallo en el arroyo; no, no es lo mismo.
Y en ésas (el instinto es el instinto) agarré dos malvices heridas a unos cincuenta metros de la línea en la que resonaban los tiros. Pensé en abreviarles el sufrimiento a navaja, en entregar las piezas a los cazadores. Incluso pensé en dedicarme a recolectar malvices heridas, abatidas y no cobradas; y cocinarlas con cebolla y zanahoria al día siguiente. Pero alargué su agonía: las solté confiado en que algún depredador más silvestre que yo daría cuenta de ellas. Entre
tanto, seguían lloviendo los perdigones (que no deben de contaminar,
¿no?), seguía la serenata del pimpampún.
Cuando vi los restos de un autillo o búho chico, pensé en las excusas; sí, sí, debe de ser complicado
distinguir a contraluz, y con el dedo caliente en el gatillo, paloma de búho; o mirlo acuático de malviz; o pito
verde de tórtola... Y así.
El sábado asistí a esas agonías inútiles y no encontré sentido a esa escopetería (hoy, lunes, tampoco se lo encuentro).
2 comentarios:
Reenviado a dos amigos escopeteros (uno de ellos creo que también sufre y se está pasando a la caza fotográfica).
(Dime: has disfrutado escribiendo Laharte Erraizpe, a que sí).
Sí, je, je. He disfrutado. Memoria de un viejo mapa...
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