Son los nuevos tullidos. Hasta hace poco sólo los veíamos en las revistas del colorín, en el cine y en la televisión. Pero ayer encontré una mujer herida en la calle: los pechos saltones, la mirada tensa y extraviada en los párpados, los labios como si los hubiera golpeado/macerado Rocky Balboa. Pasé de largo. Y me acordé de san Francisco de Asís: él la hubiera besado.
Ese encuentro (no es el primero) me hizo reflexionar.
Antes, las guerras dejaban ausencias: faltaban piernas, brazos, ojos… Ahora la guerra también deja ausencias (grasas y pedazos de nariz, sobre todo), pero no faltan presencias (silicona, sobre todo). Debimos comprenderlo pronto, cuando estiraron las pieles como panderetas. Eso cambió algunas miradas. Y cambiar la mirada a una persona es el principio de la extinción de una personalidad. El caso iniciático de Sara Montiel provocó comentarios agudos (“Cuando abre la boca, se le cierra el culo”) hoy acallados en la normalidad.
Pero no quisimos ver la guerra.
Las escarificaciones, las anillas en los cuellos, los platos en el labio inferior eran cosa de National Geographic. El relato de las fracturas provocadas en las piernas para ganar unos centímetros sonaba a cuento chino, como los pies vendados y reducidos de las niñas; el regalo paterno de una cirugía para los hijos con la mayoría de edad, a materialismo galopante estadounidense (¡arre, arre!). Entretanto, nosotros plegamos orejas, padecimos “vegetaciones”, enrejamos los dientes, conocimos mujeres a dieta desde que tenían uso de sinrazón. Era por aerodinámica, era por salud… Ahora, por la calle, se ven mujeres divididas, con una especie de esquizofrenia pectoral; las tetas tienen vida propia, de modo que la mujer (al margen de su genitalidad) va por un sitio y sus siliconas por otro. Los rostros quedan paralizados por el bótox, como si les hubiera acertado en el morro el cierzo de noviembre. Los labios se desbordan. Los tocinos por fin tienen relación con la velocidad: la del bisturí. Sobran las costillas falsas, ¡fuera hipocresías! (aunque haya reconstrucciones de himen).
¿Dónde está el límite entre el adorno y la herida? ¿Cuándo se pasa de los afeites al corte o al implante? Lentillas de colores, bronceados de sandwichera, implantes de cabello, láser para achicharrar pelos insidiosos, clavos y aretes en los lugares más insólitos de la piel… La pintura indeleble de los tatuajes, por ejemplo, era cosa de chulos (proxenetas), putas marcadas contra su voluntad, legionarios, mahoríes, marineros y piratas. Pero ahora el tatuaje es grafitti: una bruja montada en escoba, un símbolo del zodiaco, la lengua de los Stones, una flor, una mariposa, una araña… sobre la piel del templo personal. La versión íntima y contemporánea de los frescos de antaño (estaba pensando en la Capilla Sixtina).
Sí, he escrito “templo”. Se hace cualquier cosa por la apariencia del cuerpo, la obra de arte en la que volcamos nuestro esfuerzo. Asusta hablar del cuerpo como un templo, precisamente en este año paulino, y ésa, creo, es la realidad de esta guerra de las miradas elementales que no saben ir más allá del cuerpo: es nuestra guerra santa. Estrechado el campo del espíritu, ensanchamos el del cuerpo. Se combate en suelo sagrado, el cuerpo de cada uno, lo más.
Hablaré desde ahora de cuerpos templarios, no de tullidos.
4 comentarios:
Cuando Marco Pantani se operó para reducirse las orejas, fue una señal del principio del fin. Lo digo muy en serio.
Puede que suene fuerte. Pero ese culto desorbitado tiene algo de suicidio. Al menos, de automutilación.
Allá cada uno.
Previsión para un futuro próximo :
"Por cada aumento de mamas, regalamos transplante de manos de la talla correspondiente para su marido o pareja".
(Sin querer frivolizar el asunto, página 6 del Diario Vasco del sábado 15 de noviembre).
El sábado, el suplemento Mujer hoy, era un canto al corta y pega corporal en tono publicitario.
(Si no te operas ya de estética, eres un anacronismo feo).
Me quedé boquidifuso y patiabierto.
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