Hizo balance. Y como era un pobre metafísico con sentido del humor, no se fijó en qué cosas poseía, sino en los regalos recibidos como persona. Era otro don nadie; no andaba sobrado de don de gentes, pero el don de la colocación sí que lo había resuelto a su manera en el atrio de la iglesia, donde dominaba dos puertas a la vez. Una ventaja para la batalla cotidiana de la limosna.
-Dón-de vas con esa ro-pa -le reprochó una señora-, pero, pero...
Y él se acordó de su madre.
Al día siguiente, la misma señora le dio una bolsa con pantalón, camisa, jersey y gabardina nuevos, con las etiquetas colgando.
Cuando terminó la misa, él ya se había cambiado. La señora tenía buen ojo para las tallas.
-Señora, si no fuera por la barba abandonada y los zapatos..., me hago la raya y parezco... ¡un don Juan! -le dijo con alegría.
-Es una alegría verte siempre tan contento, Juan -respondió ella satisfecha.
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