-Tiene que avanzar la trama -le decía yo.
-Pero no puede irse -me replicaba él, cabizbajo sobre el teclado.
Ya no era el personaje, sino el autor, cercado por su realidad, quien no encontraba cómo seguir.
-¿Cuánto necesita? -pregunté.
Él autor hizo un cálculo rápido (seguro que lo había calculado muchas veces, seguro que por lo bajo, apurando costes):
-1000 dólares.
Comprendí que el autor era tan pobre que le costaba imaginar 1000 dólares juntos. ¿Cómo iba a imaginarlos para su personaje acosado por las desgracias?
-¿Cómo va a conseguir los 1000? -pregunté.
-No lo sé.
-¡Yo se los doy! Vamos, escribe que yo se los doy.
"Aquellos 1000 dólares te salieron gratis", dirá alguien. "Así también presto yo".
También fueron un parche para salvar un ejercicio de escritura: permitieron viajar a un personaje, dieron media hora de respiro a un joven escritor.
Y mi primera aparición como personaje secundario de un relato (muy secundario y filántropo).
Esos 1000 dólares de ficción y el quemador de gas para la montaña han sido dos de mis tres inversiones más rentables, me sonrío ahora, en la primavera boreal, confinado en casa por una pandemia.
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