El cementerio de Azkarate no tiene el camino
final de acceso pavimentado. Se sube por una pista y, de pronto…: ¡la pradera! Cualquiera
que lo contemple se imaginará cómo debe de ser enterrar a alguien entre esos
muros que delimitan la tierra consagrada.
Y aquel sábado, a vista de pájaro desde
la cima de Balerdi, Mikel, Lucía y Javier lo comentaban en voz alta.
–¿A quién enterrarán ahí?
–A gente de Azkarate, me imagino. Conozco
a una señora que nació en ese pueblo –dijo Lucía–, una vecina que a veces me
regalaba castañas en otoño.
–Sí, y a los otros… ¡fuera de esos muros!
–dijo Javier imitando un tono fanático–. ¡Foráneos, paganos, suicidas,
divorciados…!
–¡A los divorciados, no! –hizo un mohín
casi infantil Lucía.
Mikel intervino rápidamente:
–No te preocupes, Lucía, yo estaría dispuesto
a enterrar allí a divorciadas como tú.
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