Antes de que el trabajo fuera un castigo y motivo del uso de desodorantes, Adán completó una misión (pues no cabe hablar de trabajo en el Edén): poner nombre a las cosas. Mejor dicho, a la creación. Pero no consta que nombrara ningún hongo. Sospecho que se habían desarrollado los micelios en el Edén, pero las setas no estaban aún a la vista y, quizá por eso, los hijos de los hombres empezaron a poner nombre a las setas cuando ya habían sido arrojados del paraíso.
¿Es acaso posible un paraíso sin hongos?
Los nombres de los hongos ya ofrecían un repertorio trufado de denominaciones cuando los más finos y alfabetizados retomaron la misión de Adán y, desde el SXVIII, se apropiaron de nombres populares y recurrieron a lenguas en coma. Y así, fruto del esfuerzo denominador y taxonómico, el mundo científico estuvo de acuerdo en nombres como Phallus impudicus, Morchella esculenta, Tricholoma portentosum... o el Lycoperdon perlatum.
Al Lycoperdon perlatum en España lo llamaban (lo llamamos) pedo o cuesco de lobo. También, mucho ojo, bufa del diablo. (Añádase a todo eso "perlado" o "perlada"). Me quedo con cuesco, que me parece más envolvente y recogido, quizá por evocación con un cuenco. (A veces una sola letra importa). Y así podría presentar la fotografía como Faltan unos días para soltar cuatro cuescos.
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